12 septiembre 2006

Vuela alto

Después de la Segunda Guerra Mundial, un joven piloto inglés probaba un frágil avión monomotor en una peligrosa aventura alrededor del mundo.
Poco después de despegar de uno de los pequeños e improvisados aeródromos de la India, oyó un ruido extraño que venía de detrás de su asiento y se dio cuenta que había una rata a bordo y que, si roía la cobertura de lona, podía destruír su frágil avión.
Podía volver al aeropuerto para librarse de su incómodo, peligroso e inesperado pasajero. De repente recordó que las ratas no resisten las grandes alturas. Volando cada vez más alto, poco a poco cesaron los ruidos que ponían en peligro su viaje.

Si amenazan destruirte por envidia, calumnia o maledicencia... ¡VUELA MÁS ALTO!.
Si te critican... ¡VUELA MÁS ALTO!.
Si te hacen alguna injusticia... ¡VUELA AUN MÁS ALTO!

ACUERDATE SIEMPRE QUE LAS RATAS NO RESISTEN LAS GRANDES ALTURAS.

Deseo que hoy y siempre tengas el coraje de levantar vuelo y volar siempre alto, muy alto, con la cabeza en las nubes y los pies bien fijos en el suelo. Deseo también que cuando estés volando sepas mirar para abajo y ver que existen criaturas mucho más pequeñas que tú y cuán grande e importante eres delante de ellas; y que en esa misma proporción, también mires para arriba y veas cómo es de grandioso el cielo que te cubre y percibas el tamaño de tu pequeñez frente al Universo y al Creador.

[Ruego disculpas por no poder aportar el nombre del autor de este texto, porque realmente lo ignoro. Alguien que también desconoce esa autoría me lo ha hecho llegar por e-mail. Si alguien sabe de dónde ha salido este texto, agradeceré la información.]

04 septiembre 2006

Sémele


I
“De nuevo ese extranjero en el camino, y de nuevo me está mirando... ¡Qué bello es!... Me haré la distraída, no está bien que una joven se dé por enterada... ¿Quién será? Nunca antes lo vi... Y me sigue con sus ojos... Si me habla... ¿qué le diré?... ¡Ay, dioses paternos! Ojalá que me diga algo... no... mejor que no se me acerque... me pondría colorada... no sabría cómo hablar... los nervios no me dejarían pensar...”
“¡Sémele, Sémele, vamos, no te quedes atrás, ¿Qué te pasa? ¿Qué dirán padre y madre si nos retrasamos?”
La muchacha había vuelto la cara para oír a sus hermanas, cuando quiso mirar de nuevo al ‘extranjero’, éste ya no estaba.
“Se fue, ¿dónde se metió? Estaba allí, en el camino y ya no está, quizás sólo haya sido un espejismo, un hermoso espejismo.”
Aquella noche, estando ya las luces de la casa apagadas y todos durmiendo, Sémele se despertó sobresaltada: entre sueños había oído su nombre. La llamaba alguien y no era producto de su imaginación. La voz venía del patio. Sí, estaba segura, al otro lado de la ventana, alguien pronunciaba su nombre con el más maravilloso tono de voz que jamás hubiera oído, “Sémele, Sémele ven, te estoy esperando” Y casi le sonaba a música.
Con cierto temor y guiada por algo que no alcanzaba a comprender, se acercó hasta la reja y allí, en medio del patio, apoyado en el pozo, iluminado por la luna llena, estaba el extranjero del camino.
Aun estando en la oscuridad del cuarto, pareció que él la hubiera visto. Extendió su mano hacía ella, “Sémele, no tengas miedo, ven a mí. Te espero siempre. Pronto, muy pronto...” “¿Quién eres?...” Apenas era capaz de articular las palabras. De nuevo, como había sucedido por la tarde, el hombre desapareció. “¿Cómo sabe mi nombre? ¿Cómo entró en el patio? ¿Conocerá a alguno de los sirvientes? Esto no ha sido un sueño, puesto que estoy despierta. Estaba ahí, y me ha hablado y me ha llamado por mi nombre... Puede ser... puede ser que mañana lo vea de nuevo... puede ser que en el camino... o en el río. Él estará allí, esperándome, él mismo lo dijo”

II
Las hermanas reían y chapoteaban con el agua, ella no perdía de vista la otra orilla. Una de las hermanas notó que estaba como ausente. “¿Qué tendrá Sémele?” “Dice el aya Béroe que no ha dormido, que apenas amaneció ya estaba levantada y que decía cosas extrañas sobre alguien que la esperaba...” “y ahora anda despistada y perdida, o mejor, como si se le hubiera perdido algo.” “¿Qué te pasa, niña Sémele, estás enferma?” “Déjala, no ves que está hipnotizada mirando al vacío. Ya se le pasará”.
Pero Sémele ya no oía nada, porque lo había visto, allá en la orilla opuesta, mirándola con aquella mirada suya, como si no hubiera otra cosa en el mundo nada más que ella. Y ella sintió esas cosquillas que empezaba a sentir cada vez que lo veía, ese hormigueo que le recorría el cuerpo y que le hacía sentir al mismo tiempo como un grano de trigo y como todo un sembrado; como una humilde luciérnaga y como una enorme águila; pequeña y poderosa.
Y él la miraba, sin hablarle, nada le dijo, sólo la miraba abarcándola toda, y ella, hechizada, sólo sabía que nunca jamás podría volver a vivir sin esa mirada.
Como si vinieran de otro mundo, oyó las voces de sus hermanas: “Sémele, Sémele, ven, vamos, ¿qué haces hermana?, le dijo Ino a su lado, te estamos esperando.”
Sémele se dejó llevar, como ya era habitual, él había desaparecido como si fuera humo. Ella sabía, sin embargo, que a la noche lo encontraría al lado del pozo.

III
Sémele esperó a que todos durmieran y antes de que él la llamara, ella salió. No se sorprendió cuando lo vio apoyado en el pozo. “Sémele no tengas miedo. Conmigo estás segura. Yo te voy a amar como nadie lo hará jamás. Serás mujer entre mis brazos”
Y ella se dejaba abrazar.
“Si te preguntan, diles que soy Zeus, el omnipotente, y tú eres mi elegida”

IV
“Eso fue lo que me dijo” Sus hermanas la miraban con gestos incrédulos y alguna sonrisa irónica. “¡Estás loca! Nosotras no hemos visto a ningún hombre ni en el camino ni en el río. Nadie puede pasar al patio sin que los guardianes lo vean. Si te estás viendo, en secreto, con un hombre y madre o padre se enteran, matarán a ese Zeus tuyo de pacotilla” “Pero él me dijo...” “Mira, niña (terció la nodriza Béroe que caminaba junto a las muchachas), yo soy vieja y he visto y he oído muchas historias... dile a ese Zeus tuyo que te demuestre quién es, si es Zeus, omnipotente, que se presente tal como es. Él mismo descubrirá el engaño” “Aya, yo le creo... él me ama, y yo le amo... se lo diré a mi madre, Harmonía entenderá... sus padres...” “Calla, niña, calla y sigamos el camino”
Sémele recordaba la conversación mientras que enjuagaba la ropa en el río. De pronto se sintió observada, levantó la vista y allí estaba él. “Me gusta cómo la túnica húmeda marca tu cuerpo... (le dijo él sin hablar) Dudas de mí... la vieja Béroe te ha infundido la duda. Yo quiero amarte como un hombre, pero si tú lo deseas... te amaré como un dios. Esta noche te veré junto al pozo y llegaré como tú quieres verme” “Yo...” “Luego, no dudarás, sabrás que te ha amado un dios, y plantaré en ti mi semilla”

V
Cantaban los grillos y alguna rana croaba en el fondo del pozo, la brisa movía los ramas de los granados. La luna llena seguía brillando en el cielo. Sus hermanas le habían dicho que no fuera, que se olvidara de ese hombre, si es que de verdad existía, que él sólo quería burlarse de ella... Sin embargo, fue. Allí estaba esperando su llegada... miraba a un lado y a otro, pero nada veía. Empezaba a creer que sus hermanas tenían razón, que todo era producto de su imaginación.
De pronto sintió... el silencio. Todo se había callado, ni los grillos ni la rana se oían. La brisa se había detenido. En su cuerpo, un calor extraño empezó a sofocarla, hasta que la inundó por completo. Un rayo dividió el cielo en dos. Un trueno hizo temblar la tierra y el aire. De lo más profundo de su ser, surgió un grito desgarrado, mezcla de pasión y de terror, como si con él se hubiera liberado de su propio ser, se dejó caer como una marioneta a la que le cortan los hilos.
Una sombra se le acercó y extrajo algo de la mujer caída. “No lo quise yo, Sémele, yo te hubiera querido siempre...”

VI
En la casa, empezaron a encenderse las luces. Las hermanas corrían por las habitaciones buscando a la niña Sémele. Todos salieron al patio, a tiempo de sentir una especie de brisa helada que tomaba vuelo. Allí, junto al pozo, encontraron la túnica de Sémele, sus sandalias y sus horquillas, mezcladas con una ceniza humeante aún. Béroe se arrodilló junto a ella y musitó: “Era cierto. Era él”

Inmaculada Manzanares

Entre ruinas

¿Recuerdas que volvimos a la ciudad después del bombardeo?
Yo recuerdo cómo caminábamos por los escombros, miramos con tristeza la que hasta la noche anterior había sido considerada como una población próspera. Ahora, las calles donde ayer corrían niños, los viejos tomaban el sol y las mujeres se preguntaban unas a otras qué noticias tenían de los familiares que estaban en el frente, estaban solitarias y tristes, desoladas.
Esas mujeres que se lamentaban de la guerra, pero que creían que estaba lejos de ellas, que sus hijos, cuando jugaban en la calle, no corrían ningún peligro, comprendieron, de golpe, que la guerra estaba allí mismo.
Recuerda que íbamos señalando los restos de la escuela, de la iglesia, de la taberna en la que apenas hacía dos días comentábamos las últimas incidencias...
De pronto, oímos un llanto, nos miramos sorprendidos y nerviosos empezamos a buscar el origen de aquel lamento. Nos hicimos heridas en las manos, buscando entre los escombros, hasta que llegamos desde donde partía. Nuestros corazones casi gritaban entre la desesperación y la alegría de encontrar una vida.
Cascotes y cascotes... ¡Dios santo! nos quedamos petrificados, todas nuestras esperanzas se derrumbaron e incluso a más de uno le salió una carcajada histérica ante nuestro descubrimiento: ¡una muñeca!
Era una muñeca abandonada por las prisas...

Inma Manzanares

A las cuatro de la tarde...

Qué lentamente pasan las horas aquí dentro. Esperando no sé qué. Quizás eso sea lo peor, que no sepamos qué nos va a llegar. Algunos dicen que ellos lo saben, pero que no nos lo dicen a los demás para no lastimarnos. Es una tontería. Sólo se quieren hacer los interesantes. Entre estas paredes con olor a humedad, no queda otra cosa nada más que recordar. Recordar aquellos inmensos pastizales donde, apenas hace tres o cuatro días (o tres o cuatro siglos, qué lento pasa el tiempo), nos divertíamos. Mis amigos seguirán allí. Supongo que ya me estarán echando de menos, como yo a ellos.
Recordar. Cuando éramos pequeños, íbamos todos en tropel. Corríamos, saltábamos. Ninguna pena ni preocupación nos perturbaba. Mamá siempre tenía un poco de alimento disponible para nosotros. Qué dulce y fresca era aquella leche. Aquella sensación en la garganta, todavía me hace sentir bien. ¡Ah! ¿y la hierba? verde como ninguna. En algunas zonas, más altas que los cachorros que jugábamos entre ellas. Y en verano, cuando el sol era fuerte y no apetecía hacer nada, nos tumbábamos bajo cualquier olivo, viendo revolotear las moscas a nuestro alrededor.
Un día cualquiera dejé de ser un cachorro y me enamoré. Ella era la más hermosa, la más bella. Sus ojos brillaban bajo sus largas pestañas (sé que esto puede parecer cursi, pero ¿quién no es cursi cuando se enamora?). Era una hembra muy codiciada. Tuve que luchar con algunos de mis antiguos compañeros de juego, pero ninguno fue rival para mí. Sin embargo, aquellos enfrentamientos demostraron a todos que no era uno cualquiera, que tenían que tenerme cierto respeto y mantener las distancias. Me convertí en una especie de jefe entre los jóvenes.
Creo que fue por aquella época. Unos muchachos aparecieron una noche. Saltaron las vallas y se colaron en nuestros dominios. Llevaban trapos que blandieron ante nosotros, mientras que nos provocaban con una especie de baile ritual. Aquello nos resultaba gracioso, así que nos acercamos a ellos y quisimos participar de sus movimientos. Ellos parecían encantados de todo aquel festejo. De pronto, todos se retiraron, menos uno. Éste se paró delante de mí y me miró a los ojos, fijamente como si quisiera hipnotizarme. Me golpeó con una vara que llevaba. No sé qué me pasó, pero de pronto, sentí que los juegos habían terminado, sólo veía una nube roja y unos deseos irrefrenables de demostrarle que yo era un jefe me dominaron. Los hombres que miraban el espectáculo desde la valla gritaban, ‘¡ole!, toro’, ‘¡ea, torito!’, y a cada grito, la nube roja crecía.
En ese momento se oyeron disparos, los chicos salieron corriendo, como si temieran algo. Pensé que había sido yo el que los había asustado, pero, luego, con el tiempo, descubrí que no fui yo, pobre tonto, sino aquellos disparos que sonaban desde la casa del cortijero.
La vida siguió, pero no igual. Aquella aventura me hizo reflexivo. No podía apartar de mi cabeza la mirada del muchacho y no podía explicar aquella nube roja que había visto, aquella cólera que me había producido el toque de la vara sobre mi testuz y los gritos eufóricos de los compañeros del chico.
Durante un tiempo, me volví solitario y huraño, no es que no me gustase estar con mis antiguos amigos, pero temía que aquella nube roja reapareciera, temía que si eso ocurría, perdiera mi razón y me dejara atrapar por una ira destructiva.
Sólo mi compañera y algunos amigos íntimos comprendieron mis sentimientos. Con ellos traté, con frecuencia, el tema. ¿Qué haríamos si alguien quisiera atacar le dehesa, cómo nos defenderíamos, tendríamos que estar siempre a expensas del cortijero? Entonces decidimos hacer algo. Vivir apartado del resto de la manada no era la solución, al contrario, deberíamos unirnos para ser fuertes. Prepararnos. Tomé fama de temible y me convertí en el general de aquel extraño ejército.
Ahora, desde aquí, al recordar todo aquello, pienso que eran entretenimientos, juegos como los de la infancia, pero de mayores. Hasta una triste sonrisa me sale, una sonrisa irónica. Pensábamos que nos habíamos vueltos invulnerables, que nadie podría atacarnos. No obstante, fue bastante fácil para los humanos que nos cuidaban separarnos y destruirnos.
Una tarde de aquellas de verano, asfixiante, llegó un camión. El cortijero nos señaló a algunos y unos hombres nos metieron, a la fuerza, en la caja. Para nada sirvieron nuestros saltos, nuestros intentos de defendernos. El camión echó a andar y yo dejé atrás toda mi vida.
Eso fue hace apenas una semana, pero es como si hubieran pasado años. Nos llevaron hasta unos corrales. Unos humanos trajeados iban entrando y nos iban seleccionando. ‘Aquel’, decía uno, ‘El rojizo’, decía otro... Y de pronto, sentí aquella mirada hipnotizante sobre mí y reconocí, bajo aquel traje oscuro, a aquel chico que una noche me incitó a atacarle. No podría ser otro, todos los días desde entonces lo había tenido presente. ‘El zaino’, dijo, señalándome. A partir de ahí, todo fueron empujones por parte de ellos, embestidas por la mía, hasta parar aquí. En este cuchitril, sin apenas aire para los seis que estamos esperando. Esperando no sé qué.
Desde hace unas horas, fuera ha habido movimiento, se oyen las voces de hombres, gritando consignas y dando instrucciones.
En este preciso momento, una música suena. ‘No está mal’, ha dicho uno a mi lado. A mí me parece horrenda. Con los cuernos embisto la puerta. Un tipejo mugriento se ha asomado por arriba. ‘¿qué, torito, eres fiero? ¿no te gusta el paso doble?’.
¿Fiero? si querer la libertad, vivir junto a los míos, correr por el campo junto a mi compañera, sentir la hierba bajo mis patas, sentir el sol del verano, el agua del río, la sombra de los olivos, la luz de la luna... si amar todo eso y detestar estas cuatro paredes que huelen a humedad y a meados y esa música espantosa es serfiero, entonces, sí, soy fiero y bravo.
Voy a ser el primero de los seis en salir. Me han puesto en otra dependencia, desde aquí se ve algo de luz. Se abre la puerta y desde los lados me animan para que salga. La furia, las ganas de sentir el sol, los gritos de multitud de personas me empujan. Estoy en medio de una plaza, el suelo de arena dorada que reverbera bajo el sol de la tarde. Otros brillos se me acercan, parecen hombres vestidos con luces.
Miro a la derecha, miro a la izquierda, hasta mí llegan gritos que me dañan el alma. ‘¡olé, toro!’ ‘¡ea, torito!’ Siento una mirada hipnotizante, no tengo ni que volverme para saber que él está ahí. Y sé que esta vez no va a haber disparos que frenen nuestro choque. Me vuelvo. Una nube roja. Él va armado con una larga y filosa espada que cree ocultar bajo una enorme capa. Yo sólo con mi cornamenta. Esto va a ser un duelo a muerte. Una carnicería. Mi vida tiene minutos. Voy a luchar hasta el final.


Inma Manzanares