04 septiembre 2006

A las cuatro de la tarde...

Qué lentamente pasan las horas aquí dentro. Esperando no sé qué. Quizás eso sea lo peor, que no sepamos qué nos va a llegar. Algunos dicen que ellos lo saben, pero que no nos lo dicen a los demás para no lastimarnos. Es una tontería. Sólo se quieren hacer los interesantes. Entre estas paredes con olor a humedad, no queda otra cosa nada más que recordar. Recordar aquellos inmensos pastizales donde, apenas hace tres o cuatro días (o tres o cuatro siglos, qué lento pasa el tiempo), nos divertíamos. Mis amigos seguirán allí. Supongo que ya me estarán echando de menos, como yo a ellos.
Recordar. Cuando éramos pequeños, íbamos todos en tropel. Corríamos, saltábamos. Ninguna pena ni preocupación nos perturbaba. Mamá siempre tenía un poco de alimento disponible para nosotros. Qué dulce y fresca era aquella leche. Aquella sensación en la garganta, todavía me hace sentir bien. ¡Ah! ¿y la hierba? verde como ninguna. En algunas zonas, más altas que los cachorros que jugábamos entre ellas. Y en verano, cuando el sol era fuerte y no apetecía hacer nada, nos tumbábamos bajo cualquier olivo, viendo revolotear las moscas a nuestro alrededor.
Un día cualquiera dejé de ser un cachorro y me enamoré. Ella era la más hermosa, la más bella. Sus ojos brillaban bajo sus largas pestañas (sé que esto puede parecer cursi, pero ¿quién no es cursi cuando se enamora?). Era una hembra muy codiciada. Tuve que luchar con algunos de mis antiguos compañeros de juego, pero ninguno fue rival para mí. Sin embargo, aquellos enfrentamientos demostraron a todos que no era uno cualquiera, que tenían que tenerme cierto respeto y mantener las distancias. Me convertí en una especie de jefe entre los jóvenes.
Creo que fue por aquella época. Unos muchachos aparecieron una noche. Saltaron las vallas y se colaron en nuestros dominios. Llevaban trapos que blandieron ante nosotros, mientras que nos provocaban con una especie de baile ritual. Aquello nos resultaba gracioso, así que nos acercamos a ellos y quisimos participar de sus movimientos. Ellos parecían encantados de todo aquel festejo. De pronto, todos se retiraron, menos uno. Éste se paró delante de mí y me miró a los ojos, fijamente como si quisiera hipnotizarme. Me golpeó con una vara que llevaba. No sé qué me pasó, pero de pronto, sentí que los juegos habían terminado, sólo veía una nube roja y unos deseos irrefrenables de demostrarle que yo era un jefe me dominaron. Los hombres que miraban el espectáculo desde la valla gritaban, ‘¡ole!, toro’, ‘¡ea, torito!’, y a cada grito, la nube roja crecía.
En ese momento se oyeron disparos, los chicos salieron corriendo, como si temieran algo. Pensé que había sido yo el que los había asustado, pero, luego, con el tiempo, descubrí que no fui yo, pobre tonto, sino aquellos disparos que sonaban desde la casa del cortijero.
La vida siguió, pero no igual. Aquella aventura me hizo reflexivo. No podía apartar de mi cabeza la mirada del muchacho y no podía explicar aquella nube roja que había visto, aquella cólera que me había producido el toque de la vara sobre mi testuz y los gritos eufóricos de los compañeros del chico.
Durante un tiempo, me volví solitario y huraño, no es que no me gustase estar con mis antiguos amigos, pero temía que aquella nube roja reapareciera, temía que si eso ocurría, perdiera mi razón y me dejara atrapar por una ira destructiva.
Sólo mi compañera y algunos amigos íntimos comprendieron mis sentimientos. Con ellos traté, con frecuencia, el tema. ¿Qué haríamos si alguien quisiera atacar le dehesa, cómo nos defenderíamos, tendríamos que estar siempre a expensas del cortijero? Entonces decidimos hacer algo. Vivir apartado del resto de la manada no era la solución, al contrario, deberíamos unirnos para ser fuertes. Prepararnos. Tomé fama de temible y me convertí en el general de aquel extraño ejército.
Ahora, desde aquí, al recordar todo aquello, pienso que eran entretenimientos, juegos como los de la infancia, pero de mayores. Hasta una triste sonrisa me sale, una sonrisa irónica. Pensábamos que nos habíamos vueltos invulnerables, que nadie podría atacarnos. No obstante, fue bastante fácil para los humanos que nos cuidaban separarnos y destruirnos.
Una tarde de aquellas de verano, asfixiante, llegó un camión. El cortijero nos señaló a algunos y unos hombres nos metieron, a la fuerza, en la caja. Para nada sirvieron nuestros saltos, nuestros intentos de defendernos. El camión echó a andar y yo dejé atrás toda mi vida.
Eso fue hace apenas una semana, pero es como si hubieran pasado años. Nos llevaron hasta unos corrales. Unos humanos trajeados iban entrando y nos iban seleccionando. ‘Aquel’, decía uno, ‘El rojizo’, decía otro... Y de pronto, sentí aquella mirada hipnotizante sobre mí y reconocí, bajo aquel traje oscuro, a aquel chico que una noche me incitó a atacarle. No podría ser otro, todos los días desde entonces lo había tenido presente. ‘El zaino’, dijo, señalándome. A partir de ahí, todo fueron empujones por parte de ellos, embestidas por la mía, hasta parar aquí. En este cuchitril, sin apenas aire para los seis que estamos esperando. Esperando no sé qué.
Desde hace unas horas, fuera ha habido movimiento, se oyen las voces de hombres, gritando consignas y dando instrucciones.
En este preciso momento, una música suena. ‘No está mal’, ha dicho uno a mi lado. A mí me parece horrenda. Con los cuernos embisto la puerta. Un tipejo mugriento se ha asomado por arriba. ‘¿qué, torito, eres fiero? ¿no te gusta el paso doble?’.
¿Fiero? si querer la libertad, vivir junto a los míos, correr por el campo junto a mi compañera, sentir la hierba bajo mis patas, sentir el sol del verano, el agua del río, la sombra de los olivos, la luz de la luna... si amar todo eso y detestar estas cuatro paredes que huelen a humedad y a meados y esa música espantosa es serfiero, entonces, sí, soy fiero y bravo.
Voy a ser el primero de los seis en salir. Me han puesto en otra dependencia, desde aquí se ve algo de luz. Se abre la puerta y desde los lados me animan para que salga. La furia, las ganas de sentir el sol, los gritos de multitud de personas me empujan. Estoy en medio de una plaza, el suelo de arena dorada que reverbera bajo el sol de la tarde. Otros brillos se me acercan, parecen hombres vestidos con luces.
Miro a la derecha, miro a la izquierda, hasta mí llegan gritos que me dañan el alma. ‘¡olé, toro!’ ‘¡ea, torito!’ Siento una mirada hipnotizante, no tengo ni que volverme para saber que él está ahí. Y sé que esta vez no va a haber disparos que frenen nuestro choque. Me vuelvo. Una nube roja. Él va armado con una larga y filosa espada que cree ocultar bajo una enorme capa. Yo sólo con mi cornamenta. Esto va a ser un duelo a muerte. Una carnicería. Mi vida tiene minutos. Voy a luchar hasta el final.


Inma Manzanares

1 comentario:

Anónimo dijo...

el escritor se inspiro mucho que creo quee fue un poco subrealista pero muy bueno